Comentario
De la apretada exposición precedente, en la que tan sólo se han repasado las cuestiones de mayor envergadura, cabe deducir algunas consideraciones de trascendencia para la Orden en su conjunto unas; más restringidas al ámbito territorial examinado, otras. Todas son, sin embargo, útiles y necesarias para efectuar una correcta valoración de las manifestaciones monumentales que inspiraron los monjes cistercienses en el Reino de León. Hemos omitido deliberadamente el tratamiento de asuntos demasiado puntuales, como puede ser el caso de la contribución específica de la empresa de la Orden a la renovación constructiva tardorrománica o protogótica en el marco leonés, las relaciones de sus fábricas con otras coetáneas explicitadoras de principios estructurales análogos o el impacto de sus obras sobre otras seculares o pertenecientes a organismos monásticos diferentes.
En primer lugar, debe destacarse la extraordinaria variedad de plantas y alzados que usaron en sus iglesias. Esta diversidad es la mejor prueba de que dentro de la Orden del Císter -y así lo repiten sin cesar los especialistas- no hubo normas tipológicas unitarias.
En coincidencia también con lo que acontece en otras latitudes -y sería el segundo dato a considerar-, hay que señalar la complejidad de fórmulas que en esas construcciones se detecta. De procedencia ultrapirenaica en un principio, combinadas más tarde, en un momento posterior de su implantación monumental, con otras de abolengo autóctono, vertiente que poco a poco irá ganando terreno. Todas ellas, salvo en empresas de fechas muy tardías, se ajustan en lo definitorio a las pautas de simplicidad típicas de la Orden del Císter desde su nacimiento.
En tercer lugar, parece oportuno significar la existencia, dentro del Reino de León, de dos conjuntos constructivos muy precisos. Integrarían el primero las fábricas situadas en Galicia, perteneciendo al segundo las localizadas en el resto del Reino, es decir, en las actuales provincias de Zamora, León y Asturias. Mientras aquéllas -y la desaparición de edificios no invalida la deducción, porque tal hecho se impone ya en los conservados- no contaron con un monumento vertebrador (nada tiene que ver esta negación global con el parentesco evidente que se aprecia entre algunas obras), las otras, exceptuada Carracedo, sí poseyeron ese aglutinador.
El monasterio de Moreruela, complejo, y muy fundamentalmente su iglesia, permite proponer una secuencia que, con aportes diversos sucesivamente incorporados, nos llevará sin solución de continuidad hasta el cenobio de Valdediós, ya en el siglo XIII. He tenido ocasión de comentar en otro estudio que el hilo conductor entre todas esas empresas puede ser Gualterio, el maestro, sin duda borgoñón, que dejó su nombre en el epígrafe de la puerta Norte de Valdediós. En esta concatenación quizás tengamos también la respuesta adecuada para explicar la mayor resistencia de las obras integradas en este bloque a la incorporación o asimilación de fórmulas autóctonas.
Resulta sorprendente constatar, por último, que las obras pertenecientes a cada una de los dos grupos, a tenor de lo que explicitan las edificaciones llegadas hasta el presente, no hubieran tenido contactos directos de ninguna clase. La única excepción a esta dicotomía -lógica, por lo demás, si se repara en la evolución histórica de la región en que se asienta, El Bierzo, siempre íntimamente relacionada, dado su carácter fronterizo, con Galicia- la tenemos en el monasterio de Carracedo.
Su fábrica fue, en el sentido que aquí nos interesa resaltar, un auténtico nexo, un punto de convergencia y difusión, ya que si su Sala Capitular depende claramente de la de Sobrado, a ella remiten, por contra, los elementos que se emplean en la campaña de trabajos que, en la iglesia de Penamaior (Lugo), siguieron a la conversión de la que hasta 1225 era una simple granja en monasterio cisterciense de pleno derecho.